G E O G R A F Í A S

Crónicas de andares por subyacencias mexicanas.



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Chihuahua.

El noroeste. La Sierra Tarahumara






Andamos las curvas del trayecto sinuoso de un viaje multifacético en los espíritus de su ejecución, lo que pensándolo, uno puede ver reflejado en la expansión heterogéneamente homogénea de los horizontes infinitos de la Sierra Tarahumara.

Son estos los dominios sin límites de esas gimnospermas coníferas cuya audacia oriental mesoamericana asume en estas longitudes el papel de la absoluta monarquía sinecológica.



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Tras de la interrupción del literario cronicar merced a la abrupta entrada a las fauces del cañón cuyo nombre desconozco, pero cuya majestuosa magnitud de pétreo nihilismo requirió toda concentración admiracional, me hallo en el núcleo hogareño - la cocina - de una casa en este poblado serrano que llaman Batopilas.

Batopilas. El principal, primordial nombre perdurante en la reminiscencia de todo lo anteriormente, y hace tantos años, leído sobre el Cañón del Cobre, las Barrancas del Cobre, la Sierra Madre Occidental, durante aquel vagar perceptivo de poderosa simiente a través de las crónica de México en Bicicleta.

Nos ha traído hasta aquí el quinto día de viaje, este viaje al norte, al septentrión infinito de expansión horizontal. Esa expansión comenzada a percibir desde la transición zacatecana - potosina - coahuilense, flanqueada por ese brazo altiplanístico de la Sierra Madre Oriental en el siempre enigmático - siempre pausado, siempre inmeso atardecer y anochecer del norte, y terminada de concretar en ese término, esa palabra - expansión - en una contemplación parado en el camellón medianero de la avenida de entrada de Bermejillo, Coahuila.

Chihuahua fue otro asunto. Un asunto nuevo en el conocimiento de lo que desconocía del norte. Atravesamos los huertos nogaleros de Parral, de Delicias, llegando en la mañana plena, pero aún despertante, a la orgullosa - de orgullo del bueno - Chihuahua. Bella ciudad del norte, compartiendo los rasgos esenciales de las otras estandartes urbes del septentrión: limpidez, libertad de espacio, libertad de sensación geográfica, certeza de posbilidades extralimítrofes, todo reflejado en la expansión de un cielo límpido azul, engalanado de blancas y fuertes nubes, sencillas, claras, llenas con brillo a mares dádoles por el ilimitado sol de ese septentrión.

Reminiscencias saltillenses, estas calles de ligero respiro, cariñoso cuidado y planeación afectuosa, de gentil conducción al centro, la gala que se muestra con orgullo al visitante. Incluso el aura del hotel sede es inspirante a la acción geográfica, a la acción empresarial en su connotación original, perdurante en estas tierras y la cultura establecida por los pioneros, nacida del agreste paisaje de gran expansura norteño.

La junta de trabajo fue una cordial manifestación del recio carácter emprendedor de estas gentes. Y ver a la Gina chingona, emblema chihuahuense, mujer de entereza de carácter, aliada invaluable en estos trajinares proyectísticos medioambientales de abundante y compleja conjunción social.

Abandonar la ciudad y adentrarse en la sierra. No fueron suficientes, resultaron de sobra insuficientes todas las aproximaciones cartográficas en previos intentos de apreciación telegeográfica: la enormidad de la sierra fue haciéndose patente. Adentrados al dominio de las coníferas, la profundización territorial fue sucediendo de manera latente; insospechado llega el momento de visualizarse un punto someramente ubicado, fugazmente expresado, en el medio de la inmensidad horizontal de serranías infinitas alrededor.

Pero ni Uruachi, ni Basaseachi y su garganta de lítica y líquida comunión, ni aún Creel, fueron la sierra verdadera, nuclear. Éstas son sólo avanzada perimetral, la muralla de puertas incontables y portales posibles o imposibles, hallables o jamás encontrables.



2016.









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© Bernardo Marino 2019 / Introspectiva